martes, 11 de noviembre de 2008

Brasilia en una semana

Nuestra segunda noche en Brasilia y queremos ir a cenar. Le preguntamos al “botones” del hotel, que nos propone llamar a un taxi para que nos lleve. Le contestamos que preferimos caminar y se ofrece a guiarnos. Nos lleva a un restaurante a dos cuadras (para eso un taxi?), sorteando una avenida y cruzando un campito. En Brasilia las veredas escasean porque está pensada para andar en auto, y tampoco hay muchos semáforos, porque los cruces se suelen dar a distinto nivel, una calle por encima de la otra. El restaurante es carísimo, así que nos levantamos y vemos al botones negociando su comisión. Decidimos caminar un par de cuadras más, ya solos, hasta el centro. O más bien el centro geográfico, donde se cruzan el Eje Monumental y el Eje Rodoviario. Allí se encuentra... la estación de ómnibus, un intercambiador de varios niveles con comercios. Comemos en un espeto corrido, que balconea sobre la terminal y el cruce de autopistas. Hay más gente comiendo, y también durmiendo en el piso, gente que se acerca a pedirnos dinero o coca cola, algún policía que pasa. Cuando terminamos ya es tarde (serán las 22 hs), así que volvemos apurados. Me guardo el reloj en el bolsillo, pero la cámara es muy grande para ocultarla. Caminamos rápido de vuelta a la seguridad del hotel, evitando hablar para no ser reconocidos como turistas. La poca gente que aún está en la calle se ve amenazante, son los que no tienen auto ni lugar donde estar. La vuelta se nos hace muy, muy larga. Esta escena podría haber ocurrido en cualquier otra ciudad brasilera. Ya se sabe, la planificación urbana no arregla los problemas sociales.

Brasilia, probablemente la ciudad más joven de América Latina, fue construida hace apenas 50 años. La historia es conocida: Brasil, el país del positivismo, del “Orden y Progreso”, adoptó el urbanismo racionalista. Lucio Costa planificó todo, con las mejores intenciones (una comunidad socialista en la que todos seríamos iguales, la representatividad de las instituciones democráticas republicanas, la capital en el centro del país para poblarlo, etc.) pero con una sola manera de ver el mundo. El arquitecto-urbanista tenía la seguridad del conocimiento técnico, de quien sabe como se deben hacer las cosas, y es quien decide todo. Y es quien controla todo lo que se construye, aún hoy.
Lo que queda es, por un lado, un notable Eje Monumental (a escala brasilera), hecho para ser apreciado a la velocidad del auto, lleno de espléndidos edificios, de esculturas de Niemeyer en enormes plazas secas desoladas. Por otro lado, las supercuadras: manzanas de 300 metros de lado, con edificios de viviendas de 6 niveles sobre pilares. Entre los bloques, espacios verdes bastante cuidados y servicios comunes (escuela, unos pocos comercios). Somos todos iguales, así que debemos vivir todos en el mismo tipo de viviendas, el que Lucio decidió es el mejor, combinando economía y eficacia.
(Y finalmente, lo que se produjo por fuera del planeamiento: las ciudades satélites, negadas, no mostradas, entre asentamientos irregulares y mansiones al borde del lago.)

Hacemos un taller entre los uruguayos y algunos docentes brasileros. El tema propuesto es diseñar una supercuadra. El profesor local nos informa de las normativas (6 niveles, FOS, planta baja libre, una densidad determinada!, etc). Con tantas limitaciones hay pocas soluciones, es por eso que las supercuadras son tan parecidas. Los docentes uruguayos preferimos no repetir la morfología de Lucio y alentamos a los estudiantes a transgredir alguna norma y proponer alternativas. Así aparecen otras tipologías (casas dúplex con patios propios), otra manera de relacionarse con el terreno (topografías artificiales con algunos edificios semi enterrados y azoteas verdes), etc. Pero por supuesto, no son bien recibidos por el profesor brasilero.


Somos unos atrevidos al proponer alternativas con un trabajo de sólo un día? Seguramente. ¿Pero los brasileros no deberían hacerlo, releer el legado de Lucio Costa, atreverse a ser más críticos?